Por Ligia Capdevila
Levantamos ídolos de madera
y con la misma madera los quemamos.
La hojarasca de nuestras imperfecciones
arde en nuestra miseria.
La yesca es nuestra tendencia a odiar
lo que construimos.
Es tan perfecto, que deja de ser humano
y si no es humano,
es el recordatorio de que no somos perfectos;
porque somos humanos,
entonces nuestras manos sangrarán
en el frenesí de derribar lo que hemos levantado.
Hay que destronar los monumentos
que nos enfrentan a nuestras fallas.
Y la madera de la que están hechas es tan inflamable
como nuestro desprecio a lo que más amamos.
Porque amar algo eterno, sublime, inamovible
nos enfrenta con el hecho de que no lo somos,
no somos sublimes, no somos atemporales.
Somos esto y a esto lo odiamos profundamente.
Entonces odiamos al ídolo
que con la cabeza erguida
nos demanda subordinación e inferioridad.
Pero lo que no recordamos
es que fuimos nosotros los que hicimos que yerga su cabeza;
fuimos nosotros los que construimos palmo a palmo
el pedestal sobre el que está de pie.
Nos embelesamos con nuestra creación
y nos vanagloriamos de haber sido nosotros quienes los pusimos ahí,
nos regodeamos en su grandeza,
esperando que un poco de su resplandor nos engalane.
Mas, luego, cuando lo vemos demasiado alto
y el fulgor de su estela se convierte en sombra,
en una sombra oscura,
que nos diluye en un segundo plano
no hacemos más que olvidarnos de nuestro papel de creadores
de la impoluta grandeza
y despotricamos contra ella
y la odiamos con fuerza desmedida.
Por el simple hecho de que no somos más
que una pequeña sombra de aquello que admiramos,
somos sólo una ínfima parte
de lo que aspiramos
y nunca alcanzaremos el ideal perfecto.
Y peor aun cuando nos damos cuenta
que ese ídolo siempre fue humano,
siempre fue persona tan imperfecto como nosotros.
Entonces lo abandonamos.
Comemos despiadados sus despojos,
porque tenemos que despedazarlo,
si fuera demasiado perfecto no nos serviría
y si era demasiado imperfecto, humano,
entonces ¿para qué rendirle honores que no se merecía?
Pero, pronto encontraremos otro pequeño que engrandecer.
Hasta el punto de borrar sus límites,
de extinguir su humanidad
y desprenderemos su carne para bañarla de refulgente oro…
sedientos del pronto destrono.
Para engullir los despojos,
para chupar cual vampiros su sangre
que siempre fue roja pero creímos dorada.
Y le atribuiremos la culpa
y le recriminaremos lo que nosotros mismos hicimos
y diremos que la venda de falso amor y admiración
con la que atamos nuestros ojos
fue puesta por el ídolo despiadado
pero fueron nuestras propias manos
las que ataron el nudo ciego.
Creamos ídolos de madera,
bañados en bello oro
y con la misma madera los incendiamos.
Es nuestra admiración,
la yesca más propicia para que ardan nuestras miserias ensalzadas
y nuestras imperfecciones negadas.