Por Gabriela Aguilar
Ahí lo veo deslizarse
por el tejado de la patria,
busca algún ratoncito que cazar
o donde pueda sus garras clavar.
Doña María, la vieja ratoncita del pueblo,
exclama con desesperación: — ¿dónde está mi jubilación? —
Don Carlos, el ratón con aires de feudal, de esos
que nunca se dude los hay, comenta:
— Quédese tranquila, estimada María,
su jubilación y la mía están en busca de inversión.
El gran señor gato y sus amigas, las hienas de mansión,
vendieron nuestro trabajo
para atraer a los leones y a su beneficiosa importación.
Desde muy lejos se oyen las feroces pisadas
de bravos leones que vienen del jolgorio
riéndose de aquél gatito burgués.
Pues ya saben bien, los reyes del purgatorio,
que no es más que un cachorro lamiéndole los pies.
La ratita Juan le hace un berrinche a la mamá ratona:
— Tengo frío en casa y en la escuela,
¿Por qué los ratones grandes no suben el calefón?
Mamá ratona le explica, con rima y devoción:
— Pasa que el señor gato y sus secuaces sin corazón,
creen que los pobres no merecemos calefacción y
son enemigos naturales de la educación.
Esta es la clásica historia del gato y el ratón.
El gato y su manada engañaron a la población
con un color claro como el Sol y un eslogan que
no es transformación.
Pero hay algo que nuestro amado felino no se percató
(este es un secreto entre vos y yo).
Y es que las ratoncitas del pueblo ya están al tanto del dolor.
Cuarenta inviernos les enseñaron
a conocer de lucha y organización.
Los despojados roen las celdas de su prisión.
Se siente, se huele
el pueblo apesta a revolución.
Un fantasma recorre la Nación…
Muy bueno
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